Lunes 24 de Marzo de 2008, 10:28

De la historia a la memoria

| El 24 de marzo de 1976 un gobierno inepto, marcado por feroces contradicciones internas que ni Perón en persona había podido controlar, y que había comenzado la represión con un decreto que mandaba "aniquilar" al enemigo, fue derrocado sin pena ni gloria y como en ocasiones anteriores con apoyo de la clase media "gorila" argentina, que aplaudía y esperaba cargos.

La presidenta, Estela Martínez de Perón, una marioneta en manos de un cabo de la policía que había llegado a comisario de un salto y que profesaba creencias delirantes, abandonaba el cargo sin haberlo ejercido nunca. Los militares se la llevaron en un helicóptero en que ella creía ir a Olivos desde la Casa Rosada. En el trayecto un edecán sacó un arma y dispuso un cambio de rumbo. Se había consumado el golpe. El "proceso de reorganización nacional" tuvo posiblemente su origen en los planes de Henry Kissinger para "Latinoamérica" como se designó a nuestros países en los Estados Unidos, que implicaban el establecimiento de dictaduras repugnantes, como había acontecido décadas antes con Anastasio Somoza en Nicaragua o Fulgencio Batista en Cuba, por ejemplo. Ahora esas dictaduras deberían "simplificar la política", o eliminarla de hecho, asegurar el patio trasero del país del Norte, barrer la oposición sin contemplaciones y abrir las economías de una manera más sencilla que con democracias y como los Estados Unidos no habían podido hacer mientras se mantuvo la influencia británica en la Argentina. Los militares "latinoamericanos" viajaban a Panamá para adiestrarse en la lucha "antisubversiva" y volvían aptos para convertirse en jefes de ejércitos de ocupación dentro de sus propios países. Recibían allá una educación que por entonces se evitaba a los cadetes de West Point, y que implicaba un trato brutal para los "enemigos" internos, identificados entonces como ahora con el diablo y el "eje del mal". Las equívocas alabanzas dirigidas a los jefes militares argentinos fueron el germen de un hecho inesperado: la guerra de las Malvinas. Mientras estuvo dentro de los lineamientos estratégicos de Kissinger, Leopoldo Galtieri fue "un general majestuoso" como le dijeron en Norteamérica. Ese elogio trastornó una mente de por sí poco clara, y provocó un desastre que obligó al país del Norte a perder la calma y ayudar explícitamente a su aliado verdadero, Inglaterra, en la guerra que el "proceso" lanzó, mal calculada y peor aconsejada. La lucha contra la subversión, que no era un enemigo significativo, fue una cacería y un pretexto para instalar con fuerza dictatorial una política económica que había tenido su adelanto en democracia con el ministro peronista Celestino Rodrigo, un personaje oscuro que firmó un plan económico claro y terrorista, inspirado por conocidos teóricos neoliberales. Se abría el camino de José Alfredo Martínez de Hoz, un hijo dilecto de la oligarquía nativa, la misma que se puede rastrear sin dificultades hasta Rivadavia y que siempre jugó el mismo papel político y social en los países sudamericanos. El golpe económico de Rodrigo, "el Rodrigazo", fue una devaluación tremenda de la moneda según el método del "shock" como decían entusiasmados los oficialistas de entonces. Implicó el empobrecimiento de la noche a la mañana de las clases medias y una monumental transferencia de ingresos a los grupos dominantes. Tendría su descendencia con el "corralito" y el "corralón" y la devaluación de Duhalde. Luego vinieron las medidas de Martínez de Hoz, la quiebra de miles de empresas pequeñas, la extranjerización, el intento frustrado de destruir definitivamente el sindicalismo peronista, la indexación asfixiante, la obligación a las empresas del Estado de endeudarse para crear una deuda externa enorme y tantas otras. Más adelante, durante el mismo "proceso", vino el broche de oro: la decisión del entonces presidente del Banco Central, el joven economista cordobés Domingo Felipe Cavallo, de "estatizar" la deuda externa privada de modo que no sean los que la contrajeron, sino todos los argentinos, los que deban pagarla. Cavallo, una pieza valiosa de la estrategia para nuestros países, fue luego ministro del gobierno peronista de Carlos Menem y del radical de Fernando de la Rúa. No deben quedar dudas sobre dónde está el verdadero poder y hasta dónde "eligen" los ciudadanos con su voto en "Latinoamérica". La condición de estos personajes quedó en claro con Martínez de Hoz, cuando se produjo una visita de Nelson Rockefeller a Puerto Iguazú. Sin ningún tapujo, con una franqueza característica, el visitante se dirigió a los argentinos: hagan lo que propone "Joe" Martínez, síganlo, él es mi empleado y deben respetarlo. El ministro del "proceso", heredero de una familia llena de pergaminos cubiertos de tierra, "una de las mejores cinco cabezas económicas del mundo", como decía entonces la propaganda oficial, lamentó en público los elogios que agradecía en privado. Sabía que esa alabanza, conociendo a los argentinos, iba a pesar sobre él como un chaleco de plomo. Desde el fracaso de la revolución que nos separó de España, desde Ayacucho, donde los sudamericanos pelearon codo con codo "a paso de vencedores", para nosotros la historia se repite monótona. Es bueno saber que en un momento de nuestra historia los sudamericanos peleamos alteperuanos, chilenos, venezolanos, peruanos, argentinos y hasta brasileños, y lo hicimos "a paso de vencedores". Se podría recordar camino de Miami. La revolución del 30 fue de inspiración fascista, pero los liberales sabían que entre nosotros el fascismo era teatral; la coparon rápidamente y tomaron en sus manos el poder dejando como pura declamación "la hora de la espada" que proclamó Leopoldo Lugones. El golpe de 1943 fue confuso y vacilante, no tenía ideología ni conducción clara y derivó en el encumbramiento del peronismo. La "libertadora" de 1955 fue liberal y antiperonista, pero todavía democrática. La "revolución argentina" de 1964 contra Illia fue neofascista y antidemocrática y no ocultó su propósito de eternizarse, frustrado por el "cordobazo". El golpe del 24 de marzo de 1976 no sólo fue antidemocrático sino que trajo elaborado un plan de exterminio que ejecutó rigurosamente desde el Estado, aunque finalmente, tras proclamar un triunfo militar sobre el enemigo interno, hoy sus jefes están en situación de derrotados. A diferencia de lo que pasó en Chile con Augusto Pinochet, el "proceso" argentino, que se glorió de haber ganado una guerra, terminó su carrera perdiendo otra y no dejó descendencia política, a pesar de que lo intentó. Pero más allá de las vicisitudes del poder, y su influencia devastadora sobre el común de la gente, con democracia o sin ella la política argentina sigue su curso, que desde los inicios está marcado por el triunfo de una contrarrevolución. Esto hace actuales todavía ideales muy antiguos, lo que da la medida de nuestro retraso social y de que los conflictos de nuestra historia siguen vigentes. Son los ideales que sustentaron Bolívar, San Martín, Moreno, Artigas, Castelli, Sucre, Monteagudo y tantos próceros, olvidados o deformados hasta hacerlos irreconocibles. [b]En Entre Ríos[/b] Cuando cayó María Estela Martínez de Perón, en Entre Ríos gobernaba Enrique Tomás Cresto. El gobernador fue avisado del golpe la noche anterior, aunque el clima golpista se respiraba en el aire desde bastante antes; pero lo mismo decidió viajar desde la casa de gobierno hasta la residencia en La Picada. En el camino fue interceptado por una patrulla. La custodia intentó resistencia, pero la depuso de inmediato ante una orden de Cresto, que abandonó el Ford Fairlane gris oficial y subió al vehículo de los militares, ya depuesto y detenido. Poco después asumió el cargo de interventor en el gobierno de la provincia el coronel Juan Carlos Ricardo Trimarco. Cresto estuvo preso en Concordia, recluido en una granja de la que salió años después, sin culpa ni cargo. Algo similar ocurrió con el vicegobernador Dardo Pablo Blanc, un dirigente de la carne de Santa Elena, quien también padeció cárcel. Fue exhaustivamente investigado, hasta los vales de nafta para los vehículos oficiales que había firmado, pero tampoco hubo finalmente cargos contra él y fue liberado. Pero otros tuvieron una suerte distinta. Muchos debieron exiliarse mientras estuvieron a tiempo, otros fueron detenidos, algunos reaparecieron años después, otros no aparecieron nunca más. El resultado de la denominada "guerra sucia" fue la desaparición forzada de 8960 personas según la comisión nacional sobre la desaparición de personas, o de unos 30.000 según los organismos de derechos humanos. Un dirigente del proceso, como recordó Ernesto Sábato, dijo que si de cada 10 personas que ellos torturaban una era verdaderamente "culpable" estaban dentro del promedio aceptable, aunque las otras nueve fueran inocentes. Esa era la lógica que se aplicaba entonces al "gran pueblo argentino", en el país que según la misma oligarquía había sostenido en anteriores épocas de euforia, cuando gozaba bajo una dulce lluvia de oro, esperaba que fuéramos 100 millones para presentarnos tomados de la mano ante el trono de Dios. Fuente: AIM.